(del laberinto al treinta)


sábado, 5 de febrero de 2005

MÁS TABARRA (III)

El Carrusel Deportivo. El odio que genera normalmente en mí la escucha de las interminables retahílas de vociferantes estupideces, el tonillo descacharrante de ese locutor que me parece el mismo desde hace 30 años (¿lo será?, ¿habrá creado una secuela de clones?; ¿será una especie de ectoplasma o mejor, aún, un ectoplasta?), esas modulaciones histéricas, esos alargamientos de tono asquerosamente entusiastas, especialmente diseñados como dardos para incrustarse en las mentes gelatinosas de los débiles mentales que los disfrutan, ese odio, digo, ha llegado a preocuparme seriamente. Por una simple cuestión de higiene mental. Debería estar inmunizado y ser capaz de soportar esa basura. Los comentaristas de deportes de los telediarios me parecen repugnantes, su falsedad manifiesta, esa especie de optimismo meloso e infantiloide me lleva normalmente a eliminar la voz de la tele cuando aparecen, pero no consiguen ordeñarme ni una quinta parte de la bilis que consigue el dichoso locutor radiofónico-deportivo-dominguero. Recuerdo con indeleble viveza los viajes de vuelta de las excursiones domingueras en autobús de mi familia a Málaga, donde trabajaba mi padre, y que se repitieron durante varios años. Se tardaban casi cinco horas por aquellas espantosas carreteras de la subdesarrollada Andalucía (finales de 60). Al horror de esas interminables cinco horas de baches, soñarrera y mareo por las curvas yo tenía que sumar la inacabable, ineluctable, insoportable ringlera de frases absurdas e inconexas de las que conservo como especie de jirones de pesadilla desgajados de aquel discurso estrafalario una serie de nombres, estadios, marcas publicitarias que suenan más o menos así:

sfgwrhcorreporlabandafgtewtiroallarguerodesdelaromareday goooooooooldefrewtgwtiroapuertafanislasturianasupresencia siempregraaaadaaaaaafgstdrminutosparaqueterminehaggtsr dwsanmaméshsgdtdraparadóndiribaaaarfueradejuegogaystr


viernes, 4 de febrero de 2005

El FÚTBOL, esa TABARRA (II)

La interpretación favorita de esa unanimidad futbolera entre los más lejanos rincones del planeta y los más cercanos y de ellos entre sí encuentra en la babosidad hermanadora su más logrado acierto. La cara amable de la globalización sería ese ecuménico encuentro espiritual de todos los pueblos y culturas en torno al esférico totem balompédico. Siempre será mejor que nos unan cosas que no que nos separen. Sobre todo si esas cosas son productos de consumo perfectamente elaborados y envueltos en los colores de los equipos-multinacionales multimillonarios de las principales ciudades ricas de occidente. Una sofisticada forma de colonialismo consumista a la vez que una estupefaciente distracción de los problemas reales y de sus causas que agobian a la mayoría de los habitantes de la miserable periferia de occidente. Ramón de España, en su imprescindible libro El odio, considera que toda sociedad se divide entre aquellos que aman el fútbol y aquellos que lo odian. Como estos últimos son una minoría, los primeros imponen la ley, convirtiendo lo que era, insisto, una inofensiva práctica deportiva en una pesadilla insoportable. Yo, como el mismo Ramón cuenta en su libro que le ocurrió a él, también sufrí de pequeño el apartheid moral en el que me sumieron mis contemporáneos infantes (y no infantes) ante mi resistencia numantina a considerar divertido un espectáculo tan asnal como el balompié. Aunque he de decir que muchas veces participé en polvorientos partidos infantiles como forma de juego necesaria, el fútbol como espectáculo en vivo o en la ubicua televisión siempre me pareció de un aburrimiento mortal. En vista de lo extravagante de mi gusto no tengo más remedio que reconocer que son los millones de aficionados los que tienen razón frente a mi estrafalaria y minoritaria pretensión de comprensión. Ni siquiera tengo derecho (no me lo permitiría mi ética dialógica, ni mi buen gusto) a utilizar el recurso fácil de considerar cargadas de buen gusto a las millones de moscas que en el mundo existen por su golosa afición a la mierda. No, no haré tal cosa. Ni siquiera por venganza. Porque eso es lo que siento desde mi más tierna infancia: deseos de venganza. Ya sé que es un sentimiento poco loable, pero la persistencia de mi sufrimiento me ciega la razón cuando pienso en la cantidad de bilis que mi cuerpo ha sido obligado a generar por culpa del deporte rey desde épocas excesivamente tempranas. A la sensación de raritidad (de rarito) a que me indujeron se suman las molestias puramente físicas a que fui sometido. En este país han cambiado muchas cosas. La mayoría para bien. Han cambiado muchos hábitos de consumo, el look general, los niveles de tolerancia, etc, pero hay una cosa que sigue mineralmente inalterable en su fondo y en su forma, en su desconcertante capacidad de subyugar a las sucesivas camadas de forofos de generación en generación a lo largo de varias décadas y de espeluznarme a mí y, tengo constancia, a algunos como yo, en su espantosa estulticia expresiva: El Carrusel Deportivo. (continuará)

miércoles, 2 de febrero de 2005

El FÚTBOL, esa TABARRA (I)

Rafael Sánchez Ferlosio lo describió una vez con su aguda maestría:
Campo de hierba y coces, cosa de asnos.


Acabo de ver en El País del sábado 29 de enero una foto que ilustra una manifestación de indígenas en el departamento de Santa Cruz de Bolivia, en plena selva amazónica. Uno de los indígenas que gritan consignas lleva una camiseta a franjas con un escudo. Si se fija uno bien en ese escudo se acaba descubriendo que la camiseta pertenece al Club de Fútbol Barcelona y el escudo, el emblema del mismo. En Vietnam, donde anduve deambulando en octubre, en las portadas de los principales diarios deportivos o no deportivos se destacaban COTIDIANAMENTE entre un incomprensible mar de palabras vietnamitas las mágicas Barca, Real Madrid, Manchester, Milán. Si alguien lo quiere comprobar puede entrar en cualquier página web de algún periódico vietnamita. Supongo que ocurrirá lo mismo con los filipinos, ugandeses o esquimales. O sea que tarde o temprano cualquiera podrá comprobar la veracidad de lo que digo. Mi arrebatado amigo Juan Sepelio dice de vez en cuando para epatar a los bienpensantes que las mayores lacras de la humanidad en este cambio de milenio son el sida, el fútbol y la Iglesia Católica. Yo creo que tiene una visión muy reduccionista y por ello injusta. Yo, mucho más generoso y universalista que él, extiendo esa condición a todas las demás iglesias y religiones, sea cual sea la verdad absoluta e indemostrable que vendan y todos los deportes de masas, sea del calibre que sea la pelotita que juegan a arrebatarse o el tipo de vehículo que usen para alcanzar la mayor velocidad posible a la que romperse con más fervor la crisma. Pero es asumible la reducción de mi amigo teniendo en cuenta que aquí las que sufrimos, de forma inevitable y hasta extremos intolerables, son esas dos formas concretas de lacralidad.