(del laberinto al treinta)


domingo, 25 de noviembre de 2007

DELHI (II)

Si hay una imagen de una aglomeración urbana que pueda compararse con un hormiguero, esa es sin duda la de la Vieja Delhi. Aunque existen algunos entramado citadinos que pueden parangonarse con su inextricable red de callejuelas (pienso por ejemplo en los de Marrakesh y Fes) desde luego ninguno sufre del abarrotamiento humano, de la muchedumbre continua que ocupa diariamente todo su espacio. Todos los días, sin excepciones festivas, cientos de miles de personas se desparraman, completamente compactados por sus calles, se sortean sin poder, y sin querer, evitar los rozamientos, se pisan, compiten por avanzar por espacios estrechísimos con las vacas, los ciclorickshows, las vespas, las carretillas de tracción humana que arrastran volúmenes inverosímiles de mercancías, los géneros de los comercios que ocupan el espacio público. Por supuesto en ellas no existe la saludable práctica del sentido único para vehículos con lo que los embotellamientos monumentales en estrechos cuellos de embudo de las callejas suceden cada pocos metros. El paseo no es nada agradable para quien no disfrute de las aglomeraciones y normalmente el placer de degustar un exotismo auténtico suele dar paso a la hora escasa de su comienzo a una sensación de agobio atosigante. A ello hay que sumar el penetrante olor. Un olor indefinible que no llega a ser completamente desagradable pero en el que se percibe continuamente el componente pútrido de la basura. Y el ruido, un ruido ensordecedor que no se sabe muy bien de donde procede y qué lo produce, una especie de masa sonora rugiente atravesada continuamente por el irritante, lancinante claxon de las motos.





Un poco más practicables, las escasas calles principales cuentan con aceras, donde, aunque haya que ir avanzando casi a empujones, al menos se está a salvo de los vehículos que se debaten en un perenne embotellamiento por la calzada. Aquí la mayor anchura de la vía permite la circulación de coches, motorickshows y camionetas que tratan inútilmente a golpe sonoro de claxon de abrirse paso entre un mar de ciclorickshows y carretillas de mano. El espacio entre un vehículo y otro detenidos por el atasco es mínimo, así que cruzar la calle es un ejercicio perfectamente imposible por las buenas. Hay que aprovechar un momento de avance de la aglomeración para exigir a golpe de mano en el capó o manillar nuestro derecho a atravesar la calzada. Ningún conductor hará el mínimo gesto para cedernos el paso. Habrá que ganarle el terreno enfrentándose a su mirada, pero sin dejar ni un sólo instante de vigilar que no retome su derecho a ocupar el pequeño espacio cedido y a atropellarte dada tu condición inferior de peatón. Estoy hablando de velocidad 0. Una vez arrancado el vehículo ningún conductor indio hará el más mínimo esfuerzo por pisar el freno para no aplastarte. Todo lo más tratará de evitarte sorteando tu imprevista masa corporal a golpe de volante o manillar. Si no lo consigue, mala suerte para ti. Era tu destino.

Ya me extenderé más adelante sobre el código de circulación indio y su voraz asimilación al sistema de castas, en el que se ha sustituido el derecho de nacimiento de los individuos por el de tamaño del vehículo que conducen.



El recorrido que C. y yo nos propusimos la primera mañana en la ciudad no fue muy original, aunque sí más completo que el realizado en otras ocasiones y, sobre todo, su comienzo, la llegada, supuso un brillante estreno porque por primera vez utilizamos en flamante metro de Delhi. Partiendo de Rajiv Chowk, el recién renombrado anillo del centro de Connaught Place, esa magnífica y enorme plaza circular que los ingleses construyeron como foco de donde partirían las larguísimas avenidas radiales de Nueva Delhi, una impoluta línea de metro te deja en tres estaciones en pleno centro de Chandni Chowk, la arteria principal de la Vieja Delhi. La brusquedad del cambio entre la modernísima, pulquérrima, inmaculada estación de metro y la calle es indescriptible. 100 años o 10.000 kmts. Un abismo, una inmersión imprevisible en el vértigo.

Chandni Chowk nació rectísima y larguísima con voluntad de avenida procesional, diseñada por el emperador Shah Jahan, el del Taj Mahal, para que sirviera de unión entre el Fuerte Rojo y la mezquita de Fatehpuri, construida al mismo tiempo, aunque con mucha menos grandiosidad y riqueza, que la Jama Masjid por una de las esposas del emperador. Se la considera el mayor bazar de Asia y en sus aceras siempre abarrotadísimas se aprietan las tiendas fundamentalmente de tejidos, en las que aún y no sé por cuanto tiempo, no se hacen concesiones a la industria turística. Desde la boca de metro se alcanza un pequeño templo hindú coronado por un aparatoso e hiperpolícromo carro tirado por caballos y conducido por uno de sus innumerables dioses y un trecho más al este la enorme mole de cúpulas doradas del Sisganj, uno de los muchos Gurudwaras (templos sikhs) de la capital, un lugar especialmente santo para los portadores del gran turbante porque ocupa el lugar donde fue martirizado uno de sus gurus por el terriblemente cruel e intransigente emperador Aurangzeb. Para entrar hay que descalzarse y colocarse un pañuelo tipo mañico en la cabeza. Con ello inauguramos la inacabable serie de requisitos que se exigen en India para entrar en cualquier lugar sagrado en ejercicio. Antes de entrar hay que pasar por un arroyuelo artificial que corre por la entrada que lavará nuestros pies. Los devotos sikhs sacan además el agua del arroyuelo con el cuenco de la mano y lo beben con untosa devoción. Su interior completamente alfombrado invita a sentarse un rato entre los fieles desparramados por el suelo del enorme salón de altísimos techos donde se conserva el Libro acompañado por varios músicos que durante todo el día cantan rítmicas salmodias acompañados por la tabla y el armonium. Una visita obligada, junto con el Bangla Sahib, en New Delhi, que incluso cuenta con un gran estanque donde se reflejan las cúpulas doradas, para los que no piensen subir hasta Amritsar, la capital de la religión de los 10 gurus. El museo sikh, justo enfrente, sólo es recomendable para aquellos degustadores de la estética gore, ya que consta principalmente de cuadros en los que se representa de una manera encantadoramente cruda y detallista las perrerías que a los mártires sikhs infligieron los musulmanes en el pasado.





Como estamos justo a mediados del recorrido de Chandni Chowk conviene colocarse por un instante, aunque suicidamente, en el centro de la calzada (existe un separador vial que viene de perlas para tal fin) para contemplar en toda su longitud la gran avenida, flanqueada por las imponentes torreones del Fuerte Rojo en un extremo y por la modesta fachada de la Fatehpuri en el otro. Ambos delicadamente desdibujados por una delicada pátina brumosa interpuesta que no se debe sino a la brutal contaminación que sufre la ciudad.

Penetrar en la mezquita Fatehpuri supone un remanso de paz después de haber recorrido el largo tramo de Chandni Chowk hasta allí. Algunas tumbas de santones, y entre ellas las de los cabecillas de la rebelión de 1857. Aprovechamos para indagar sobre una historia que habíamos leído en la Rough Guide. Justo saliendo de la mezquita a la izquierda existe un haveli (mansión) que pertenece a la familia Chunnamal. Fue construido por el fundador de la saga, un hombre de negocios hindú que consiguió acrecentar enormemente su fortuna tras haberse mantenido, como buena parte de la población de esa religión y de los sikhs, y según una sospecha que mantengo, fieles a los ingleses en el motín de 1857. Esta mi antigua sospecha de que fueron los musulmanes, al menos en Delhi, los principales implicados en la revuelta, lo corrobora el hecho de que, según el texto de la guía, cuando los ingleses, con ayuda de las tropas sikhs, conquistaron la ciudad, además de bombardear las casas de los principales musulmanes, requisaron la mezquita Fatehpuri y se la vendieron a Chunnamal. La comunidad musulmana tardó 20 años en conseguir la suma que exigía el hindú para rescatarla, que triplicaba la por él pagada a los ingleses. Con un diezmo de ese dinero se construyó el haveli en el que aún viven sus antepasados.

Dentro de la mezquita abordamos a un tipo con pinta de sabihondillo con una pregunta inocente para seguidamente atacar con el tema. Conoce la mansión, pero desconoce totalmente nada sobre que aquella mezquita hubiera sido comprada nunca. No insistimos en el tema por miedo a avivar insensatamente algún viejo rescoldo de rencor entre las dos sensibles comunidades. Pero comentamos entre nosotros el hecho de que con el tiempo, el nacionalismo hindú haya llegado a llamar orgullosamente 1ª Guerra de Independencia a una revuelta en la que ellos mismos se inhibieron en gran parte.

Saliendo por la puerta norte de la mezquita volvemos de sopetón al tráfago de la calle, esta vez en el principio del Khari Baoli, el bazar de las especias. Como es natural se trata del mayor mercado de especias de Asia y desde luego principal lugar de peregrinaje para quienes, como nosotros, amamos el universo del sabor especiado. Toneladas y toneladas de especias en bruto o molidas, frutos secos, de los deliciosos encurtidos de mango que atiborran

cientos de pequeñas tiendas y sacos y sacos que son transportados a la cabeza, en caretilla o en ciclorickshows por una nube de porteadores harapientos. A estas alturas ya son pocas las especias que no controlamos, pero el placer de preguntar a los vendedores por ellas sigue intacto. A pesar de todo se echa de menos entre todos los productos los masalas ya preparados.

En todo el mercado (y en otras ciudades) no conseguimos dar con algún comercio que elaborara sus propias mezclas listas para ser usadas como sí había en los principales mercados de Bombay. Lo único que conseguimos encontrar fueron unas cajas de 100 gramos de diversos masalas fabricadas en una factoría local. Preguntados, los comerciantes nos corroboraron que casi nadie las usa, que todo el mundo fabrica su propio masala según recetas familiares heredadas de generación en generación.

Al final de la calle pillamos un ciclorickshow hasta la Jami Masjid. Los consabidos porteros del capelo de croché y las barbas de chivo nos impiden el paso: hora de la oración. C. me impide sensatamente que nos declaremos musulmanes, porque ello nos hubiera llevado a una larga discusión en la que podría acabar maldiciéndolos en lengua coránica. Decidimos volver (no lo hicimos) en otra ocasión. Rodeando la monumental mezquita deteniéndonos en los innumerables puestecillos donde se exhiben los productos más horteras del mundo, alcanzamos una larga calle que arranca de la trasera principal. Se trata de la Chowri Bazar, otra de mis calles favoritas de la Vieja Delhi. Desde sus soportales se asiste a cualquier hora del día al espectáculo fascinante del paso de los ciclorickshows a ritmo de superatasco con las cargas más inverosímiles: desde mercancías 5 veces más voluminosas que el propio vehículo que el conductor tiene que arrastrar a pie, pasando por familias numerosas haciendo sudar la gota gorda a un enclenque wallah-rickshow, una turba de alborotadores niños vestidos de uniforme o una pandilla de enlutadas musulmanas tapadas hasta los ojos.





La calle desemboca finalmente en una plaza triangular donde se abre la boca de metro. Bajamos y de nuevo la sensación de estar viviendo una alucinación, como si entráramos en una especie de túnel del tiempo o transportador espacial instantáneo. 15 minutos después estábamos ya en Connaught Square camino de nuestro restaurante favorito: el EMBASSY.

La próxima entrega irá precisamente de eso: de COMIDA.



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